sábado, 20 de enero de 2018

Relato en primicia "Un chico con problemas" de William C. Gordon

Hoy tengo el honor de publicar en este blog y en primicia el relato de William C. Gordon:
"Un chico con problemas".

William C. Gordon con este relato quiere mostrar al mundo las preocupaciones que tenemos los padres a la hora de criar a nuestros hijos, que no son pocas...
Pero antes de su inspiradora lectura, os voy a poner en antecedentes...

©Laura Muñoz Hermida

WILLIAM C. GORDON, VIDA Y OBRA:

Cuando hace ya más de una década estaba leyendo "El plan infinito" de Isabel Allende, y conocía a través de suis páginas la vida de su protagonista Gregory Reeves, jamás pensé que algún día "conocería" al hombre que hay detrás del personaje.
Dice el propio William: "Si quieren saber de mí lean los libros de Isabel Allende, si quieren conocerme, lean los míos", y así es. De hecho, fue la propia Isabel quien animó a William a escribir novelas policiacas..
Imaginaos mi sorpresa cuando en 2014 solicité la amistad del señor William C. Gordon por estas redes y no solo me aceptó, sino que se ponía a hablar conmigo por el chat!!
Imaginaos mi sorpresa cuando además me llega a casa el primer volumen de su saga policiaca "Duelo en Chinatown". Es una muestra más de la generosidad que tiene y de la cercanía que demuestra...

Y es que su vida no ha sido un camino de rosas, da para una novela... Pues antes de llegar a convertirse en el abogado y gran escritor que es hoy, fue oficial del ejército; recorrió el mundo durante un año entero haciendo autostop y dormía mientras en los cementerios, pues eran más seguros, regentó un bar, estudio leyes y literatura; como abogado luchó durante 30 años por los derechos civiles de los trabajadores hispanos.
Actualmente está involucrado en la mejora de varios centros escolares y bibliotecas de Los Ángeles.

Recomiendo que busquéis entrevistas que corren por internet para saber más sobre él... Pues es todo un todo un ejemplo de superación, por la vida que ha tenido y por su manera de afrontarla…
La literatura ha tenido mucho que ver en ello, pues vida y literatura, van muchas veces unidas de la mano, como bien dice una buena amiga mía.
La literatura también le sirve para dar voz a los más desfavorecidos de la sociedad, a los que nadie escucha...
Yo por mi parte le agradezco que escriba, y le animo a que siga... tenemos mucho que aprender...

Obra:

Duelo en Chinatown (2006)
El rey de los bajos fondos (2008)
El enano (2012)
Vidas rotas (2013)
Las esferas del poder (2014)
Caso abierto (2015)

A continuación, pasad a leer el relato:



© William .C. Gordon 2017

                                             UN CHICO CON PROBLEMAS
                Lindsay Gordon, nombrado por mi padre, era por aquel entonces un jovencito de catorce años enfadado con el mundo. Yo, su padre, lo llevé a un centro psiquiátrico para jóvenes del hospital Universidad de California en la avenida Parnassus, en San Francisco. Lindsay y yo nos reunimos con el psicólogo. En la entrevista de admisión, las palabras del psicólogo fueron claras y directas: 
            —Lindsay, me duele la pierna, pero si no estuviese lesionado
lucharía contra ti para demostrarte que soy más fuerte y, por lo tanto, que tienes límites. Me da la impresión de que no te haces a la idea de lo importantes que son los límites en tu vida. Espero que puedas aprender lo bueno que es tenerlos mientras estés aquí.
Después de la conversación con el psicólogo, Lindsay se unió al resto de pacientes y se le asignó una litera en el dormitorio. Por aquel entonces era rubio, con los ojos azules y los rasgos muy marcados. Era un niño sensible, pero su miraba denotaba cierto desdén hacia todo lo que le rodeaba. Solía decir: “No sirve de nada que me obliguéis a hacer algo porque siempre haré lo contrario de lo que me pidáis”. Dejé a mi hijo allí, seguro de que estaría protegido y de que lo ayudarían. Lo que en realidad esperaba era que cambiase el rumbo que llevaba y evitase el abismo hacia el que se dirigía.
En poco tiempo, Lindsay se sintió como pez en el agua y formó su pequeño grupo de seguidores.  Uno de sus dos mejores amigos era Giuseppe Palomino, un chico que venía de una antigua familia italiana de San Francisco. Era delgado, moreno, llevaba el pelo en una coleta, tenía los ojos marrones claros y un carácter tranquilo. De él nadie esperaría una palabra malsonante o una actitud peligrosa, pero en realidad era un rebelde y por eso estaba allí. El otro era un chico del sur, Beauregard Jackson, de la misma estatura que Lindsay, pelirrojo y con la cara llena de pecas. Era un chico salvaje.
Durante las dos primeras semanas se dedicaron a adaptarse a la rutina diaria del centro, averiguando a qué hora se servían las comidas, cuándo se apagaban las luces y cuáles eran los puntos débiles de las normas de la institución que les permitiesen escaparse y recuperar su libertad. Giuseppe había llegado al centro dos semanas antes que los otros dos, pero no le había prestado demasiada atención a lo que ocurría a su alrededor. Pronto se convirtieron en verdaderos amigos y no tardaron en encontrar las debilidades del centro. Salían de las instalaciones cuando querían y se paseaban por las calles colindantes del barrio Haight Ashbury como unos auténticos hippies. Para conseguir “maría” les bastaba con pedirla. Iban a apartamentos que estaban a reventar con más de veinticinco personas metidas en una habitación. Había sexo gratis, vino tinto barato y tanta hierba como quisieran fumar. Volvían borrachos al centro bien entrada la noche. Al darse cuenta de este comportamiento inaceptable, el personal, preocupado por la seguridad de los chicos, les cerró las puertas y con eso terminaron sus salidas nocturnas. Como era de esperar, no les hizo mucha gracia a los chicos, y sus caras fueron un fiel reflejo de cómo se sentían después de perder sus privilegios. Sin embargo, desde aquel día, los chicos estaban mucho mejor y eran mucho más productivos en las terapias de grupo y en sus reuniones personales con sus respectivos psiquiatras, a excepción de Lindsay. Le costaba hablar sobre lo que lo perturbaba, lo único que decía era que se había sentido abandonado por su madre cuando era pequeño y que le importaba todo una mierda.
La psiquiatra de Lindsay me citó para hablar conmigo. Era la doctora Howel, una joven rubia con ojos azules y mirada profunda.
—Siéntese, señor Gordon —me dijo al entrar en su despacho. Yo acababa de salir de la oficina y todavía llevaba el traje y la corbata puestos —. ¿Le importa si me quito la americana? Quiero sentirme cómodo mientras hablamos.
            —En absoluto. Puede colgarla en el perchero que está detrás de usted.
—Muchas gracias. Habrá tenido tiempo para sacar sus conclusiones sobre Lindsay. ¿Cómo lo ve?
               La doctora se rio.
           —No es tan fácil, señor Gordon. Analizar a una persona requiere su tiempo, especialmente    alguien tan complicado como Lindsay.
            —Me alegra que no lo vea como un robot y que esté ahí para ofrecerle su ayuda.
—¿Podría contestarme unas preguntas? Parece que él no se muestra muy receptivo.
            —Haré lo que esté en mi mano. ¿Por dónde le gustaría empezar?
            —¿Cómo era su vida en casa antes de venir aquí?
—Durante los primeros dos años pasé mucho tiempo con él. Yo todavía estaba en la universidad, teníamos una conexión muy fuerte y lo pasábamos muy bien juntos. Después empecé a trabajar y a partir de entonces solo supe, a través de su madre, que tenía muchos problemas. No terminaban de conectar, según ella. Su madre y yo nos divorciamos cuando Lindsay tenía unos seis años. Desde entonces lo veo cada dos semanas. Me decía que siempre estaba haciendo travesuras por casa y que se escapaba a menudo y eran los vecinos los que lo devolvían. Por lo que sé, es bastante inteligente. Le enseñé a leer cuando tenía tres años, pero cuando empezó el colegio repitió primero. Eso me sorprendió mucho.
           —¿Cree que su ausencia en casa propició este comportamiento en él?
—Sí, creo que sí. Como le he dicho, no tiene muy buena relación con su madre. Ella no lo soporta o le tiene miedo, no lo tengo muy claro todavía. Nunca ha podido manejarlo.
—Usted sabe que los lazos entre una madre y un hijo son bastante importantes, ¿verdad?
—Creo que había un obstáculo entre ellos, pero no sé por qué no estrecharon lazos. Lindsay pasó sus cinco primeras semanas de vida en una incubadora, ¿cree que puede tener algo que ver?
—Hay muchas razones por las que un hijo no llega a crear un vínculo con sus padres. Esa podría ser una, pero me parece que tiene que ver con algo relacionado con lo emocional. Un niño es muy sensible a todo lo que le rodea y, subconscientemente, sabe si es querido o no. Sería de gran ayuda si usted y su ex mujer viniesen a terapia para poder dar respuesta a estas preguntas.
— Estoy dispuesto a hacer lo que haga falta, pero no puedo hablar por ella. ¿Quiere que le pregunte si querría venir a una sesión en grupo con usted?
—No, me pondré en contacto con ella para que venga y hable conmigo.
*****
La rutina diaria no había cambiado demasiado para los chicos en el hospital. El desayuno se servía las 7:30 de la mañana, después había terapia de grupo a las 8:30, clase de 10:30 a 11:30 y seguidamente se servía la comida. Por la tarde había otra sesión de terapia de grupo de una hora y media. Una vez por semana había sesiones individuales con los psiquiatras y, de vez en cuando, una reunión entre los padres y el psiquiatra de cada uno de los chicos.
Disponían de todo el tiempo del mundo, sobre todo por las tardes y hasta la noche. Lindsay se había puesto las pilas y había investigado todas las travesuras que se podían hacer en aquel hospital. Una tarde reunió a sus amigos en su habitación.
            —Vale, caballeros, tengo un plan.
Primero les explicó lo que tenían que hacer. Cuando hubieron aceptado y entendido todas las directrices, se pusieron manos a la obra reuniendo todas las sábanas que pudieron y atándolas unas a otras con nudos simples. Lindsay había perfeccionado su técnica de los nudos cuando estaba en los Boy Scouts.
—¿Estás seguro de que esto va a funcionar? —le preguntó Giuseppe —. ¿Esperas que bajemos cuatro pisos con sábanas atadas con nudos simples? ¿Cómo sabes que aguantará?
          —Bajaremos de uno en uno —dijo Lindsay—, solía escaparme de casa de mis padres así. Funciona de maravilla.
           —Yo tengo que ver cómo lo haces primero —dijo Giuseppe.
           —Claro, no pretendía usarte como conejito de indias —le contestó Lindsay.
           —Confío en ti —le dijo Beauregard, mientras hacía otro nudo en el montón de sábanas que había tirado en el suelo.
—¿Cómo sabemos que hay suficientes sábanas para llegar hasta el primer piso? —preguntó Giuseppe.
           —Tenemos que calcularlo —contestó Lindsay—. He medido la distancia hasta el techo y hay unos tres metros, y calculo que entre piso y piso hay unos seis. Si las sábanas no están suficientemente cerca del suelo como para poder saltar, podremos volver a subir.
         —Vale, baja tú primero y comprueba si puedes llegar al suelo —le soltó Giuseppe, desconfiando de su compañero.
Lindsay y sus cómplices llevaron las sábanas al final del pasillo, donde había un patio cercado. Allí se relajaban los chicos por las tardes después de participar en las diferentes actividades que el programa les obligaba a hacer. Lindsay llevaba consigo un cortaalambres que había robado de la caja de herramientas del conserje, en el hospital. Primero hicieron un agujero lo suficientemente grande en la cerca. Después ataron una de las sábanas a la cerca y la aseguraron con otro nudo para que soportase el peso de los chicos bajando y subiendo por la pared del edificio. Finalmente, lanzaron las sábanas por el agujero y empezaron a bajar. Lindsay fue el primero. Cuando estuvo a un metro y medio del suelo, saltó. Con un par de tirones a las sábanas indicó a sus compañeros que había llegado sano y salvo y que ya podían empezar a bajar. Beauregard se deslizó por el agujero y comenzó a bajar. Giuseppe lo siguió.
Cuando estuvieron juntos, Lindsay los llevó al edificio de odontología, más concretamente a una caseta que había al lado. Estaba cerrada con un candado. Con el cortaalambres cortaron el candado y abrieron la caseta, donde se almacenaba el gas de la risa que los dentistas usaban para anestesiar a sus pacientes. Cortaron el tubo que salía del tanque, abrieron el gas y empezaron a inhalarlo. Después de pasarse el tubo por turnos se olvidaron de cerrar el gas. Los tres se rieron histéricamente golpeándose entre ellos y cayendo al suelo. Pronto se pusieron a gritar y a cantar, por lo que los guardias de seguridad no tardaron en aparecer para ver qué estaba pasando. El primero que llegó oyó el silbido del gas e inmediatamente cerró la llave para cortar el flujo, pero no lo suficientemente rápido como para que él mismo no lo inhalase. Se puso a reír, y si no llega a ser por los otros dos guardias se hubiese unido a los chicos. Los dos guardias que llegaron más tarde se dieron cuenta de lo que estaba pasando y se encargaron del primero, luego esposaron a los tres chicos y los llevaron de vuelta al hospital, donde vieron las sábanas colgando por una de las paredes. Aunque los chicos no podían articular palabra, no les costó adivinar cómo habían salido del recinto.
Los guardias llevaron a los chicos de vuelta al centro psiquiátrico, donde continuaron riendo y diciendo tonterías hasta que les quitaron las esposas y los encerraron en habitaciones separadas para que se les pasase el efecto del gas.
             A Lindsay se le consideró como el líder, y el jefe de psicología lo interrogó al día siguiente.
           —¿Qué tienes que decir en tu defensa, jovencito? —le preguntó el director mientras yo tomaba asiento a su lado.
—Fue una broma de adolescentes —dijo con sarcasmo—. No queríamos hacer ningún daño.
—¿Te das cuenta de que os podríais haber matado cuando bajabais por las sábanas?
            —Solo nos estábamos divirtiendo —le contestó Lindsay.
            —Muy bien, vuelve a tu habitación.
    Llamó por teléfono y un guardia vino a buscarlo.
            —Llévese al señor Gordon a su habitación, enciérrelo y manténgame informado.
Yo me quedé en la consulta con el psiquiatra.
—Señor Gordon, consideramos lo ocurrido como una falta grave dentro de nuestro código de conducta, y nos vemos en la obligación de expulsar inmediatamente a su hijo. Créame, es por su propio bien, este tipo de imprudencias podrían hacerle daño o algo mucho peor.
—Lo entiendo, y solo puedo decir que siento que haya ocurrido. Pensaba que este sitio le ayudaría, sobre todo cuando lo escuche hablar con él sobre cómo le ibais mostrar sus límites. ¿Se acuerda de que le dolía la pierna y no pudo luchar contra él?
           —Sí, lo recuerdo. Una pena que no pudiese mostrárselo físicamente.
           —Sí, una pena.
**********
De camino a casa hablé con Lindsay.
—¿Te das cuenta de que nos estamos quedando sin maneras de poder ayudarte? Muy pronto serás un adulto y vas a tener que asumir la responsabilidad de tus actos.
Lindsay se rio.
           —No es broma, Lindsay. El otro día estaba escuchando la radio y Bill Russell hablaba sobre hacerse mayor. ¿Sabes quién es?
           —¿El famoso jugador de básquet de los Boston Celtics?
           —Ese mismo. Hablaba sobre chicos como tú, que tienen problemas
con ellos mismos y con la sociedad donde viven. Lo dijo tal cual: si prestas atención, escuchar la verdad solo te tomará un segundo. Si la oyes, puedes hacerte más fuerte, e ir hacia delante y hacer otras cosas que son importantes en la vida. Si, por el contrario, no lo haces, te quedarás en la misma situación en la que estás ahora y solo tendrás más problemas.
—Lo intentaré, papá. Pero estoy cabreado y no sé por qué. Es como si no viese las cosas con perspectiva, no las puedo ver de otra manera. Además, no me gusta que me obligues a ir a estos programas que crees que me van a ayudar ¿Por qué no me dejas ser yo mismo?
—Porque ese “yo mismo” que proyectas, siempre tiene problemas. ¿Te acuerdas cuando hacías deporte y el entrenador quería que te quedases en su casa para asegurarse de que irías a clase al día siguiente, y después a entrenar? —Claro que me acuerdo. Le gustaba.
—Claro que le gustabas. Eras el mejor jugador de fútbol y béisbol que tenía en sus equipos. Quería utilizarte para ganar partidos, pero ¿cuándo ya lo hubiese conseguido, qué sería de ti? Podrías pensar que todo lo que tenías que hacer era estar en cada partido, comportarte como una estrella y todo el mundo te admiraría. Pero tú vales más que eso. Eres una persona real, con potencial y, aunque eso pueda ser negativo, realmente tienes potencial.
           —¿Qué quieres decir?
           —He oído a muchos atletas hablar sobre este tema y lo que pasa es que tienes que estar siempre a la altura o estás jodido. ¿Lo entiendes?
          —Supongo. —He leído mucho sobre esto, y uno de los psicólogos que leí cuando era joven era Eric Erickson. Habla sobre las fases de la vida y dice que hacerse mayor es pasar por estas diferentes fases. Dice que si te saltas una, tienes que volver hacia atrás. Sería una pena que te perdieses una, porque no madurarías tan rápido. Asumiendo, claro está, que ese hombre tenga razón.
          —Todo irá bien si encuentro a alguien que me quiera.
          —Yo te quiero.
          —Ya lo sé, papá. Me refiero a alguien a parte de ti.
*                                             *                                  *
Como antes ha tenido una vida complicada, puesto que ha pasado bastantes años en prisión. Si ha estado años en la cárcel es porque allí sabía que no consumiría droga. En sus antecedentes figuran algunos delitos, pero la verdad es que la mayor parte de sus condenas han sido por violar su libertad condicional.
Hace unos años lo fui a buscar a una prisión estatal del Valle Central de California, donde había cumplido una condena de dos años por volver a violar la condicional. Nos alegró mucho vernos de nuevo, y lo primero que hicimos fue comer unas hamburguesas con patatas fritas en un Burger King. Fue maravilloso volverlo a ver, y mientras conducíamos de vuelta a la Bahía hablamos sobre sus planes de futuro y lo que había aprendido. No era la primera vez que tratábamos esos temas. Cada vez que lo visitaba o lo recogía de una de las cárceles en las que había cumplido condena, me hacía el mismo discurso. Pero aquella vez fue diferente, me dijo que pediría ayuda a un terapeuta para poner orden en su vida, puesto que no quería volver a pisar una cárcel para evitar las drogas. Lo más interesante fue que lo dijo en serio y fue la única vez que habló seriamente sobre su adicción y sus planes de futuro.
Cuando lo dejé en San Rafael, donde vivía la mayoría de sus amigos, se fue corriendo a reunirse con ellos. No lo volví a ver hasta que lo volvieron a encarcelar por violar la libertad condicional.
                                                                         FIN


©Laura Muñoz Hermida























3 comentarios:

  1. Un relato que versa en un tema preocupante, ya no solo para los padres, también para la sociedad.
    Un gesto muy bonito por tu parte traerlo a este blog literario.
    Respecto al autor, que vuele todo lo alto que le permita el viaje hacia la eternidad

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    1. Ahora será infinito...Las gracias las tengo que dar yo por regalarme el cuento para este blog 😊.

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  2. Bueno, las gracias es para ambos: para él por escribirlo y para ti por publicarlo. Un beso

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