Hoy tengo el honor de publicar en este blog y en
primicia el relato de William C. Gordon:
"Un chico con problemas".
"Un chico con problemas".
William C. Gordon con este relato quiere mostrar al mundo las preocupaciones
que tenemos los padres a la hora de criar a nuestros hijos, que no son pocas...
Pero antes de su inspiradora lectura, os voy a poner en antecedentes...
WILLIAM C. GORDON, VIDA Y OBRA:
Cuando hace ya más de una década
estaba leyendo "El plan infinito" de Isabel Allende, y conocía a través de suis páginas la
vida de su protagonista Gregory Reeves, jamás pensé que algún día
"conocería" al hombre que hay detrás del personaje.
Dice el propio William: "Si
quieren saber de mí lean los libros de Isabel Allende, si quieren conocerme,
lean los míos", y así es. De hecho, fue la propia Isabel quien animó a
William a escribir novelas policiacas..
Imaginaos mi sorpresa cuando en
2014 solicité la amistad del señor William C. Gordon por estas redes y no solo
me aceptó, sino que se ponía a hablar conmigo por el chat!!
Imaginaos mi sorpresa cuando
además me llega a casa el primer volumen de su saga policiaca "Duelo en
Chinatown". Es una muestra más de la generosidad que tiene y de la
cercanía que demuestra...
Y es que su vida no ha sido un
camino de rosas, da para una novela... Pues antes de llegar a convertirse en el
abogado y gran escritor que es hoy, fue oficial del ejército; recorrió el mundo
durante un año entero haciendo autostop y dormía mientras en los cementerios,
pues eran más seguros, regentó un bar, estudio leyes y literatura; como abogado
luchó durante 30 años por los derechos civiles de los trabajadores hispanos.
Actualmente está involucrado en
la mejora de varios centros escolares y bibliotecas de Los Ángeles.
Recomiendo que busquéis
entrevistas que corren por internet para saber más sobre él... Pues es todo un
todo un ejemplo de superación, por la vida que ha tenido y por su manera de
afrontarla…
La literatura ha tenido mucho
que ver en ello, pues vida y literatura, van muchas veces unidas de la mano,
como bien dice una buena amiga mía.
La literatura también le sirve para dar voz a los más desfavorecidos de la sociedad, a los que nadie escucha...
La literatura también le sirve para dar voz a los más desfavorecidos de la sociedad, a los que nadie escucha...
Yo por mi parte le agradezco que
escriba, y le animo a que siga... tenemos mucho que aprender...
Obra:
Duelo en Chinatown (2006)
El rey de los bajos fondos
(2008)
El enano (2012)
Vidas rotas (2013)
Las esferas del poder (2014)
Caso abierto (2015)
A continuación, pasad a leer el relato:
© William .C. Gordon 2017
UN CHICO CON
PROBLEMAS
Lindsay Gordon, nombrado por mi padre, era
por aquel entonces un jovencito de catorce años enfadado con el mundo. Yo, su
padre, lo llevé a un centro psiquiátrico para jóvenes del hospital Universidad
de California en la avenida Parnassus, en San Francisco. Lindsay y yo nos
reunimos con el psicólogo. En la entrevista de admisión, las palabras del
psicólogo fueron claras y directas:
—Lindsay, me duele la pierna, pero si no estuviese lesionado
lucharía contra ti para demostrarte que soy más fuerte y,
por lo tanto, que tienes límites. Me da la impresión de que no te haces a la
idea de lo importantes que son los límites en tu vida. Espero que puedas
aprender lo bueno que es tenerlos mientras estés aquí.
Después de la conversación con el psicólogo, Lindsay se
unió al resto de pacientes y se le asignó una litera en el dormitorio. Por
aquel entonces era rubio, con los ojos azules y los rasgos muy marcados. Era un
niño sensible, pero su miraba denotaba cierto desdén hacia todo lo que le
rodeaba. Solía decir: “No sirve de nada que me obliguéis a hacer algo porque
siempre haré lo contrario de lo que me pidáis”. Dejé a mi hijo allí, seguro de
que estaría protegido y de que lo ayudarían. Lo que en realidad esperaba era
que cambiase el rumbo que llevaba y evitase el abismo hacia el que se dirigía.
En poco tiempo, Lindsay se sintió como pez en el agua y
formó su pequeño grupo de seguidores. Uno de sus dos mejores amigos era
Giuseppe Palomino, un chico que venía de una antigua familia italiana de San
Francisco. Era delgado, moreno, llevaba el pelo en una coleta, tenía los ojos
marrones claros y un carácter tranquilo. De él nadie esperaría una palabra
malsonante o una actitud peligrosa, pero en realidad era un rebelde y por eso
estaba allí. El otro era un chico del sur, Beauregard Jackson, de la misma
estatura que Lindsay, pelirrojo y con la cara llena de pecas. Era un chico
salvaje.
Durante las dos primeras semanas se dedicaron a adaptarse a
la rutina diaria del centro, averiguando a qué hora se servían las comidas,
cuándo se apagaban las luces y cuáles eran los puntos débiles de las normas de
la institución que les permitiesen escaparse y recuperar su libertad. Giuseppe
había llegado al centro dos semanas antes que los otros dos, pero no le había
prestado demasiada atención a lo que ocurría a su alrededor. Pronto se
convirtieron en verdaderos amigos y no tardaron en encontrar las debilidades
del centro. Salían de las instalaciones cuando querían y se paseaban por las
calles colindantes del barrio Haight Ashbury como unos auténticos hippies. Para
conseguir “maría” les bastaba con pedirla. Iban a apartamentos que estaban a
reventar con más de veinticinco personas metidas en una habitación. Había sexo
gratis, vino tinto barato y tanta hierba como quisieran fumar. Volvían
borrachos al centro bien entrada la noche. Al darse cuenta de este
comportamiento inaceptable, el personal, preocupado por la seguridad de los
chicos, les cerró las puertas y con eso terminaron sus salidas nocturnas. Como
era de esperar, no les hizo mucha gracia a los chicos, y sus caras fueron un
fiel reflejo de cómo se sentían después de perder sus privilegios. Sin embargo,
desde aquel día, los chicos estaban mucho mejor y eran mucho más productivos en
las terapias de grupo y en sus reuniones personales con sus respectivos
psiquiatras, a excepción de Lindsay. Le costaba hablar sobre lo que lo
perturbaba, lo único que decía era que se había sentido abandonado por su madre
cuando era pequeño y que le importaba todo una mierda.
La psiquiatra de Lindsay me citó para hablar conmigo. Era
la doctora Howel, una joven rubia con ojos azules y mirada profunda.
—Siéntese, señor Gordon —me dijo al entrar en su despacho.
Yo acababa de salir de la oficina y todavía llevaba el traje y la corbata
puestos —. ¿Le importa si me quito la americana? Quiero sentirme cómodo
mientras hablamos.
—En absoluto. Puede colgarla en el perchero que está detrás de usted.
—Muchas gracias. Habrá tenido tiempo para sacar sus
conclusiones sobre Lindsay. ¿Cómo lo ve?
La doctora se rio.
—No es tan fácil, señor Gordon. Analizar a una persona requiere
su tiempo, especialmente alguien tan complicado como Lindsay.
—Me alegra que no lo vea como un robot y que esté ahí para ofrecerle
su ayuda.
—¿Podría contestarme unas preguntas? Parece que él no se
muestra muy receptivo.
—Haré lo que esté en mi mano. ¿Por dónde le gustaría
empezar?
—¿Cómo era su vida en casa antes de venir aquí?
—Durante los primeros dos años pasé mucho tiempo con él. Yo
todavía estaba en la universidad, teníamos una conexión muy fuerte y lo
pasábamos muy bien juntos. Después empecé a trabajar y a partir de entonces
solo supe, a través de su madre, que tenía muchos problemas. No terminaban de
conectar, según ella. Su madre y yo nos divorciamos cuando Lindsay tenía unos
seis años. Desde entonces lo veo cada dos semanas. Me decía que siempre estaba
haciendo travesuras por casa y que se escapaba a menudo y eran los vecinos los
que lo devolvían. Por lo que sé, es bastante inteligente. Le enseñé a leer
cuando tenía tres años, pero cuando empezó el colegio repitió primero. Eso me
sorprendió mucho.
—¿Cree que su ausencia en casa propició este comportamiento en él?
—Sí, creo que sí. Como le he dicho, no tiene muy buena
relación con su madre. Ella no lo soporta o le tiene miedo, no lo tengo muy
claro todavía. Nunca ha podido manejarlo.
—Usted sabe que los lazos entre una madre y un hijo son
bastante importantes, ¿verdad?
—Creo que había un obstáculo entre ellos, pero no sé por
qué no estrecharon lazos. Lindsay pasó sus cinco primeras semanas de vida en
una incubadora, ¿cree que puede tener algo que ver?
—Hay muchas razones por las que un hijo no llega a crear un
vínculo con sus padres. Esa podría ser una, pero me parece que tiene que ver
con algo relacionado con lo emocional. Un niño es muy sensible a todo lo que le
rodea y, subconscientemente, sabe si es querido o no. Sería de gran ayuda si
usted y su ex mujer viniesen a terapia para poder dar respuesta a estas
preguntas.
— Estoy dispuesto a hacer lo que haga falta, pero no puedo
hablar por ella. ¿Quiere que le pregunte si querría venir a una sesión en grupo
con usted?
—No, me pondré en contacto con ella para que venga y hable
conmigo.
*****
La rutina diaria no había cambiado demasiado para los
chicos en el hospital. El desayuno se servía las 7:30 de la mañana, después
había terapia de grupo a las 8:30, clase de 10:30 a 11:30 y seguidamente se
servía la comida. Por la tarde había otra sesión de terapia de grupo de una
hora y media. Una vez por semana había sesiones individuales con los psiquiatras
y, de vez en cuando, una reunión entre los padres y el psiquiatra de cada uno
de los chicos.
Disponían de todo el tiempo del mundo, sobre todo por las
tardes y hasta la noche. Lindsay se había puesto las pilas y había investigado
todas las travesuras que se podían hacer en aquel hospital. Una tarde reunió a
sus amigos en su habitación.
—Vale, caballeros, tengo un plan.
Primero les explicó lo que tenían que hacer. Cuando
hubieron aceptado y entendido todas las directrices, se pusieron manos a la
obra reuniendo todas las sábanas que pudieron y atándolas unas a otras con
nudos simples. Lindsay había perfeccionado su técnica de los nudos cuando
estaba en los Boy Scouts.
—¿Estás seguro de que esto va a funcionar? —le preguntó
Giuseppe —. ¿Esperas que bajemos cuatro pisos con sábanas atadas con nudos
simples? ¿Cómo sabes que aguantará?
—Bajaremos de uno en uno —dijo Lindsay—, solía escaparme de
casa de mis padres así. Funciona de maravilla.
—Yo tengo que ver cómo lo haces primero —dijo Giuseppe.
—Claro, no pretendía usarte como conejito de indias —le
contestó Lindsay.
—Confío en ti —le dijo Beauregard, mientras hacía otro nudo
en el montón de sábanas que había tirado en el suelo.
—¿Cómo sabemos que hay suficientes sábanas para llegar
hasta el primer piso? —preguntó Giuseppe.
—Tenemos que calcularlo —contestó Lindsay—. He medido la distancia
hasta el techo y hay unos tres metros, y calculo que entre piso y piso hay unos
seis. Si las sábanas no están suficientemente cerca del suelo como para poder
saltar, podremos volver a subir.
—Vale, baja tú primero y comprueba si puedes llegar al
suelo —le soltó Giuseppe, desconfiando de su compañero.
Lindsay y sus cómplices llevaron las sábanas al final del
pasillo, donde había un patio cercado. Allí se relajaban los chicos por las
tardes después de participar en las diferentes actividades que el programa les
obligaba a hacer. Lindsay llevaba consigo un cortaalambres que había robado de
la caja de herramientas del conserje, en el hospital. Primero hicieron un
agujero lo suficientemente grande en la cerca. Después ataron una de las
sábanas a la cerca y la aseguraron con otro nudo para que soportase el peso de
los chicos bajando y subiendo por la pared del edificio. Finalmente, lanzaron
las sábanas por el agujero y empezaron a bajar. Lindsay fue el primero. Cuando
estuvo a un metro y medio del suelo, saltó. Con un par de tirones a las sábanas
indicó a sus compañeros que había llegado sano y salvo y que ya podían empezar
a bajar. Beauregard se deslizó por el agujero y comenzó a bajar. Giuseppe lo
siguió.
Cuando estuvieron juntos, Lindsay los llevó al edificio de
odontología, más concretamente a una caseta que había al lado. Estaba cerrada
con un candado. Con el cortaalambres cortaron el candado y abrieron la caseta,
donde se almacenaba el gas de la risa que los dentistas usaban para anestesiar
a sus pacientes. Cortaron el tubo que salía del tanque, abrieron el gas y
empezaron a inhalarlo. Después de pasarse el tubo por turnos se olvidaron de
cerrar el gas. Los tres se rieron histéricamente golpeándose entre ellos y
cayendo al suelo. Pronto se pusieron a gritar y a cantar, por lo que los
guardias de seguridad no tardaron en aparecer para ver qué estaba pasando. El
primero que llegó oyó el silbido del gas e inmediatamente cerró la llave para
cortar el flujo, pero no lo suficientemente rápido como para que él mismo no lo
inhalase. Se puso a reír, y si no llega a ser por los otros dos guardias se
hubiese unido a los chicos. Los dos guardias que llegaron más tarde se dieron
cuenta de lo que estaba pasando y se encargaron del primero, luego esposaron a
los tres chicos y los llevaron de vuelta al hospital, donde vieron las sábanas
colgando por una de las paredes. Aunque los chicos no podían articular palabra,
no les costó adivinar cómo habían salido del recinto.
Los guardias llevaron a los chicos de vuelta al centro
psiquiátrico, donde continuaron riendo y diciendo tonterías hasta que les
quitaron las esposas y los encerraron en habitaciones separadas para que se les
pasase el efecto del gas.
A Lindsay se le consideró como el líder, y el jefe de psicología lo interrogó
al día siguiente.
—¿Qué tienes que decir en tu defensa, jovencito? —le preguntó el director
mientras yo tomaba asiento a su lado.
—Fue una broma de adolescentes —dijo con sarcasmo—. No
queríamos hacer ningún daño.
—¿Te das cuenta de que os podríais haber matado cuando bajabais
por las sábanas?
—Solo nos estábamos divirtiendo —le contestó Lindsay.
—Muy bien, vuelve a tu habitación.
Llamó por teléfono y un guardia vino a
buscarlo.
—Llévese al señor Gordon a su habitación, enciérrelo y
manténgame informado.
Yo me
quedé en la consulta con el psiquiatra.
—Señor Gordon, consideramos lo ocurrido como una falta
grave dentro de nuestro código de conducta, y nos vemos en la obligación de
expulsar inmediatamente a su hijo. Créame, es por su propio bien, este tipo de
imprudencias podrían hacerle daño o algo mucho peor.
—Lo entiendo, y solo puedo decir que siento que haya
ocurrido. Pensaba que este sitio le ayudaría, sobre todo cuando lo escuche
hablar con él sobre cómo le ibais mostrar sus límites. ¿Se acuerda de que le
dolía la pierna y no pudo luchar contra él?
—Sí, lo recuerdo. Una pena que no pudiese mostrárselo
físicamente.
—Sí, una pena.
**********
De camino a casa hablé con Lindsay.
—¿Te das cuenta de que nos estamos quedando sin maneras de
poder ayudarte? Muy pronto serás un adulto y vas a tener que asumir la
responsabilidad de tus actos.
Lindsay se rio.
—No es broma, Lindsay. El otro día estaba escuchando la
radio y Bill Russell hablaba sobre hacerse mayor. ¿Sabes quién es?
—¿El famoso jugador de básquet de los Boston Celtics?
—Ese mismo. Hablaba sobre chicos como tú, que tienen
problemas
con ellos mismos y con la sociedad donde viven. Lo dijo tal
cual: si prestas atención, escuchar la verdad solo te tomará un segundo. Si la
oyes, puedes hacerte más fuerte, e ir hacia delante y hacer otras cosas que son
importantes en la vida. Si, por el contrario, no lo haces, te quedarás en la misma
situación en la que estás ahora y solo tendrás más problemas.
—Lo intentaré, papá. Pero estoy cabreado y no sé por qué.
Es como si no viese las cosas con perspectiva, no las puedo ver de otra manera.
Además, no me gusta que me obligues a ir a estos programas que crees que me van
a ayudar ¿Por qué no me dejas ser yo mismo?
—Porque ese “yo mismo” que proyectas, siempre tiene
problemas. ¿Te acuerdas cuando hacías deporte y el entrenador quería que te
quedases en su casa para asegurarse de que irías a clase al día siguiente, y
después a entrenar? —Claro que me acuerdo. Le gustaba.
—Claro que le gustabas. Eras el mejor jugador de fútbol y
béisbol que tenía en sus equipos. Quería utilizarte para ganar partidos, pero
¿cuándo ya lo hubiese conseguido, qué sería de ti? Podrías pensar que todo lo
que tenías que hacer era estar en cada partido, comportarte como una estrella y
todo el mundo te admiraría. Pero tú vales más que eso. Eres una persona real,
con potencial y, aunque eso pueda ser negativo, realmente tienes potencial.
—¿Qué quieres decir?
—He oído a muchos atletas hablar sobre este tema y lo que
pasa es que tienes que estar siempre a la altura o estás jodido.
¿Lo entiendes?
—Supongo. —He leído mucho sobre esto, y uno de los psicólogos que leí
cuando era joven era Eric Erickson. Habla sobre las fases de la vida y dice que
hacerse mayor es pasar por estas diferentes fases. Dice que si te saltas una,
tienes que volver hacia atrás. Sería una pena que te perdieses una, porque no
madurarías tan rápido. Asumiendo, claro está, que ese hombre tenga razón.
—Todo irá bien si encuentro a alguien que me quiera.
—Yo te quiero.
—Ya lo sé, papá. Me refiero a alguien a parte de ti.
*
*
*
Como antes ha tenido una vida complicada, puesto que ha
pasado bastantes años en prisión. Si ha estado años en la cárcel es porque allí
sabía que no consumiría droga. En sus antecedentes figuran algunos delitos,
pero la verdad es que la mayor parte de sus condenas han sido por violar su libertad
condicional.
Hace unos años lo fui a buscar a una prisión estatal del
Valle Central de California, donde había cumplido una condena de dos años por
volver a violar la condicional. Nos alegró mucho vernos de nuevo, y lo primero
que hicimos fue comer unas hamburguesas con patatas fritas en un Burger King.
Fue maravilloso volverlo a ver, y mientras conducíamos de vuelta a la Bahía
hablamos sobre sus planes de futuro y lo que había aprendido. No era la primera
vez que tratábamos esos temas. Cada vez que lo visitaba o lo recogía de una de
las cárceles en las que había cumplido condena, me hacía el mismo discurso.
Pero aquella vez fue diferente, me dijo que pediría ayuda a un terapeuta para
poner orden en su vida, puesto que no quería volver a pisar una cárcel para evitar
las drogas. Lo más interesante fue que lo dijo en serio y fue la única vez que
habló seriamente sobre su adicción y sus planes de futuro.
Cuando lo dejé en San Rafael, donde vivía la mayoría de sus
amigos, se fue corriendo a reunirse con ellos. No lo volví a ver hasta que lo
volvieron a encarcelar por violar la libertad condicional.
FIN