jueves, 7 de mayo de 2020

El árbol de los lobos



La imagen y el relato que hoy traigo pueden herir la sensibilidad. Es una historia dura, se trata de una de tantas historias sobre lobos de la Galicia peofunda, historias como esta forman ya parte de la leyenda colectiva de Galicia, no se debe comparar con la situación actual...
Si a los adultos nos impacta, imaginad el impacto en un niño de la época...
Nada más que añadir, lo importante está en el relato.
Pasen y lean:

EL ÁRBOL DE LOS LOBOS

En Viana había una especie de árbol del ahorcado, como en las películas del oeste. Pero del que no colgaban forajidos ni cuatreros, sino lobos. El árbol estaba en la plaza de María Pita. Era un ciruelo, que se fue secando y un día desapareció. Y los lobos los abatía el guarda del almacén de la empresa Moncabril, ubicado en la parte más alejada del Toral, cuando el Toral era aún un descampado donde destacaba entonces una construcción blanca y largada, que aún existe, con ventanas circulares, que el mencionado guarda, Cifuentes (?) utilizaba a modo de aspilleras por las que apuntaba y disparaba con su escopeta a las presas que se acercaban, atraídas por los cebos de carne que él situaba en lugares estratégicos, al alcance de su línea de tiro. Y una vez abatidos, los ataba por sus patas traseras y los exhibía colgados de aquel ciruelo.

Un ciruelo justiciero a su pesar, porque los ciruelos son, más bien, generosos: dan fruta sabrosa y sombra agradable sin pedir nada a cambio. Un poco de agua, como mucho.
Yo no sé si era debido a la mirada infantil, que lo convierte todo en más grande, pero aquellos lobos de entonces eran enormes; nada que ver con los que aparecieron años más tarde y que llegaron a devorar a dos niños en San Cibrao das Viñas, cerca de Orense, allá por el año 74. Se habló entonces de perros asilvestrados. 
Incluso de perros abandonados de la PIDE, la temible policía política portuguesa (Policía Internacional e de Defensa do Estado, de Salazar), que, tras la caída de la dictadura, dejaron en libertad por los montes. Fuera lo que fuera, aquel episodio supuso el resurgir trágico de todas las historias de lobos escuchadas hasta entonces, desde el histórico Romasanta el Sacamantecas.   
Hay que recordar que buena parte de las iras colectivas se las llevó el amigo Félix, Félix Rodriguez de la Fuente, que de la noche a la mañana se convirtió en enemigo público de todos los gallegos, pues fue acusado de haber soltado aquellos lobos en los montes de Galicia.
El caso es que aquel ciruelo era un árbol frondoso y alegre. Nada que ver con los árboles secos, siniestros y en claroscuro de las películas de ahorcados. Parte de su sombra la recibía una casa que parecía estar destinada a la ruina durante muchos años, como la casa Usher. Pero recientemente ha sido rehabilitada, librándose de la caída, no como la de Poe.
En los bajos de esa casa, recuerdo que un matrimonio portugués muy simpático llegó a poner una churrería. Y que alguna tarde de domingo mi padre me llevó a comprar churros. Entrabas allí y enseguida te envolvía un aroma penetrante de aceite quemado y masa de harina como una serpentina comestible. Pero aquel olor a mí me mataba. Era nefasto para mi asma infantil incurable. Hasta que don Casimiro me recetó el primer broncodilatador que salió al mercado de los achaques humanos. No era el popular Ventolín todavía. Se llamaba Aldo Asma Aerosol, nunca lo olvidaré. La primera dosis que inhalé me permitió respirar y liberarme de la asfixia. Y ese día, con el deseo de curarme del todo, rocié toda la habitación con el spray aquel, pensando que así se irían mis males. Y, por supuesto, ese día, don Casimiro fue para mí el mejor médico del mundo.
Don Casimiro tenía la consulta en la calle de Ceferino Armesto, frente al Caracas. Y allí dentro siguen todavía sus aparatos; el más imponente, el de rayos X, como una maquina futurista de los años sesenta. Era un médico que, como todo el  mundo sabe, no cobraba la consulta a los pobres. Aún no había ninguna ONG, pero él era como una  ONG personal por libre. Mis padres, en señal de agradecimiento, le hacían todos los años un regalo allá por el mes de marzo, cuando su cumpleaños.
Para uno, el mes de marzo es muy señalado en su calendario vital. Ya lo decía el clásico Plutarco y más tarde Shakespeare: «Cuídate de los idus de marzo». Precisamente uno de esos idus de marzo murió mi padre, abatido por sus achaques biológicos. Mi padre, que era también un poco viejo lobo...
La plaza de María Pita, que en mi mente de niño quedó fijada como la plaza de los lobos, no es tan grande ni tan monumental como la de La Coruña, pero tiene su propia historia. O sus historias. Allí está,  por ejemplo, la casa, con factura de palacete, de don Manolo Ávila, también médico. Don Manolo y su mujer fueron una de las parejas más elegantes de la villa durante muchos años, paseando del brazo como en una estampa cinematográfica.
Y allí dentro, también una historia curiosa en forma de cuadro, de tabla al óleo de pequeñas dimensiones. Un cuadro que representaba el retrato del tatarabuelo de un servidor. En su caso, un servidor profesional: el mayordomo y hombre de confianza del doctor Ávila. Hasta tal punto era la fidelidad del servidor y el afecto del señor, que aquel cuadro estuvo siempre colgado en la consulta del galeno hasta que este falleció. Y entonces, su hijo Alejandro Ávila tuvo la deferencia y la generosidad de entregárselo a mi madre, como un pequeño tesoro artístico y afectivo que volvía a su familia natural. No fue algo tan difundido como la devolución del Guernica,  pero fue emotivo.  
Hay tantas historias en unos cuantos metros cuadrados a la sombra de un simple árbol... En una pequeña plaza con nombre de heroína gallega.
No consta en las crónicas que María Pita matara lobos, sino ingleses. Pero seguro que la fiereza británica era mayor que la fiereza lobuna. Las cosas, en su sitio. 
Los ingleses y los lobos, también. 
Todo en su lugar, como nuestra pequeña Plaza de María Pita, que ahí sigue, ocupando su sitio en la historia vianesa, con su fuentecilla, con su trasiego de gentes que suben y bajan. Aunque ya sin árbol y sin lobos.


Sergio Rodríguez


Nació en Viana (Ourense). Se trasladó a Madrid para estudiar periodismo. Quedó finalista del Premio Sésamo de novela en 1983. Sólo tengo publicada esa novela (experimental), Pasos, 1984.
Ha trabajado en: Radiocadena Española, RNE, la SER, Telemadrid y Onda Madrid, dónde lleva más de 20 años.
Sigue escribiendo relatos y novelas que guarda en en el cajón.
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